23 AÑOS DE "EXCELENCIA ACADÉMICA"

23 AÑOS DE "EXCELENCIA ACADÉMICA"
Con un firme modelo educativo constructivista-humanista, el Instituto Universitario Carl Rogers, IUCR, nace en el año de 1994, bajo el nombre de “Centro Universitario de Puebla”, Actualmente "INSTITUTO UNIVERSITARIO CARL ROGERS" con el objetivo de difundir los conocimientos y vivencias de la psicología, psicopedagogia y psicoterapia humanista, creando a su vez programas, proyectos de crecimiento y desarrollo del potencial humano. LÍDER NACIONAL EN PSICOLOGÍA, PSICOPEDAGOGÍA, COMPORTAMIENTO Y DESARROLLO HUMANO EN LAS ORGANIZACIONES quieres saber más... visita nuestro web site www.unicarlrogers.com.mx

viernes, 31 de marzo de 2017

Carrusel

Carrusel

Creado por: Juan Eduardo Rivera Salvador

Por aquellos tiempos yo sólo pintaba soledades. No es mentira que había ya altercado contra mi desde hace tiempo, contra los retazos de tela fuera de su marco, había embestido contra los pinceles, los presionaba fuerte, tanto que el caballete lo resentía. “Las manos son lo más difícil de pintar”, eran las palabras de un compañero de hace ya tantos años que por algún momento sonaban en la memoria junto con las bancas y las palomas y con ese pincel que se coronaba de un carmesí que quería imitar los labios de una chica sentada del otro lado de la fuente. Una obra anónima de una mujer dispersada en el rocío, pero no era ese relato el que sonaba ya en este pincel. Por aquél momento me dedicaba a buscar, los estudiados, o que decían que habían estudiado por el hecho de abrir unos cuantos cuadernos y buscar biografías de aquellos que ya sólo podemos ver colgados en algunas cuantas galerías, decían que el artista-siente-obra, el artista-siente-arte. Me sentía naturalmente incapaz de decir qué era lo que sentía, si no había sentir en mis manos, si la corna carmesí, junto con tantos otros colores-sentimiento habían desaparecido ya desde hace un tiempo, ¿qué podría hacer yo, qué se siente a través de la pintura de un artista que no se sabe sentir?

La cosa era complicada, tenía que seguir mi búsqueda, someterla a unos cuantos estratos de lo que se decía que el arte era. Salía a los balcones de un café de la calle Galindo, me sentaba en los parques algunas tardes, nunca en la misma banca, eso sí, uno tiende a agotar las vistas, a vaciar lo que pasa dentro de una banca, el asiento, las sensaciones se vuelven familiares, se atizban los ojos de vacío y es cuando se sabe que ya no se puede sacar nada de ese lugar. Por otra parte estaba el atender a algunos trabajos que salían de repente, el pintar a la hija de la casera que estaba a punto de comprometerse con algún señor que prometía un respetable estatus, una casa llena de adornos con su propia jardinera y una numerosa familia con chiquillos sanos que correrían de un lado al otro y de manera casi mágica llenarían las expectativas que la casera siempre tuvo al llamarla abuela. Los retratos en continuación de familias que se guardaban en la sala común, apoyadas en modelos, historias, enfermedades que había sufrdio alguno y luego volver a retratar a la familia sin el fantasma, de anécdotas con moraleja que los padres plácidamente terminaban con la frase “tienes que ser como él” y placidamente y sin saberlo condenaban a los que venían a vivir una historia que no deseaban, un camino que ellos no sabían construir, y ahí estaba el perro de la familia, como una especie de adorno necesario para dar la ilusión de una unión, de un momento al otro el pobre animal cargaba con toda la figura, los valores y los preceptos que debían-de-seguirse y uno no podía hacer nada contra ello, si no estaba el perro estaba el gran
sillón que sostenía a la matriarca familiar o al gran señor de hogar o aquél florero que pretendía estar vivo, a veces aún más que las flores mismas que reposaban en él y aún más fluído que el agua que se presentaba con sutil esperanza y ni el pobre perro ni el gran sillón o el adornado florero sabían que de un momento al otro toda la imagen dependía de ellos. Era que la sirvienta o a veces, y eso hablaba mucho de ella, la madre de la familia ofrecía un vaso de agua o una copa de vino, daban una pequeña parte de la familia como ofrenda creyendo o intuyendo en una amabilidad:

-“¿Gusta usted una copa de vino? Tenemos una buena reserva, mi esposo es un amante del buen beber, verá que será de su agrado”

Y con un retazo generoso a un lado mío encontraba una pequeña copa que por momentos recordaba esa sensación de familiaridad, veía venir todos esos recuerdos, las tardes que se hacían noches platicando con la familia, los libros que recomendaba el tío que había ido de viaje a otras ciudades y que creía haberlo visto todo en otras naciones, el perro que me olfateaba como en busca de un regalo nostálgico o una caricia que creía perpetua, las notas que mi hermana interpretaba en el violín para un recital que nunca habría de llegar, aquél piano viejo en el que solía aprender, las épocas en las que era un niño que decía cosas solemenes de adultos y que los solemnes adultos pasaban de largo, las risas por una travesura cometida a algún incauto primo o vecino, ¡los ratos dando vueltas y esparciendo imaginarias aventuras en los que me convertía en un brillante detective o en un valiente capitán de armada! Y luego el anochecer y la dedicación a la pintura y los viajantes amorosos padres que no volvieron más y luego la enfermedad de mi hermana... Y luego todo esto demás que me impide tomar plácidamente una copa de vino que alguna ama de casa ha dicho que es bueno y ha ofrecido como una cura solemne a la solitud. No.

- “¡Ha quedado maravilloso”

De un momento al otro ya todo estaba terminado, la pintura con el gran señor del sillón y la plácida ama de casa con una sonrisa itermitente y los niños con sus trajecitos formales que se ponían de pintura en pintura y sólo cambiaban de color y aquél fondo grisaseo que habían de escoger y que tal vez reflejaba mejor todo eso que pasaba que la familia en sí.

Luego era despedirse de la familia. Caminar por las calles nocturnas al leve sonido de las pisadas con eco, los faroles que adornaban una vía por las que ya algunas veces había pasado, ver a los ya familiares gatos callejeros escapando entre la oscuridad y contándose cosas que nunca he de adivinar. Cerca de donde vivía era cuando comenzaba a pensar en mi búsqueda, ¿qué habrá de ser eso que merezca ser pintado? ¿Qué habrá de ser lo que despierte en mí aquél secreto del que ya me olvidé hace tanto y que me fue arrebatado? No sabía qué preguntarme ya, qué habría de vivir y si conseguía hacerlo para entonces, el humo del cigarrillo no decía otra cosa sutil más que disiparse y alguna vez traté de pintar esa tibia fachada de una boca y un humo y una esperanza desvanecida. Llegué por fin, la cosa era sacar la llave y dar una leve vuelta, tomar un gran respiro como para prepararme a lo que venía, una cama destendida perpetuamente, unos cuantos caballetes viejos arrumbados en la esquina, unos pinceles rotos por aquí y por allá, platos sucios, ropa tirada y poner el abrigo en el perchero y luego estaba la ventana por la que tantas noches solía asomarme como si tratase de algún paisaje roído lleno de ventanas que se apagaban lentamente y sacar otro cigarrillo para pincelear con el humo y tratar de cambiar una escaparate que ya no significaba tanto para el autor y tal vez ni para el mismo paisaje. Después de todas las nimietudes y los deseos que se lleva el humo era pasar a la cama y esperar a que las imégenes en la cabeza se callaran, cerrar los ojos, darse una vuelta y todo se volvía un mar.

En la mañana todo era de nuevo aquel fútil rito de la molestia del Sol, levantarse como tratándose de alguna especie de obligación, mirarse a un espejo que decía que se llamaba como yo, lavarse la cara, comer algo porque el cuerpo lo pedía, lavar el plato, eligir una camisa como la decisión más sabia del día, los patalones, los zapatos, el abrigo y aquél viejo sombrero que había visto pasar tantas personas del lugar donde alguna vez estuvo mi vida. Era sencillo cuando tenía mi búsqueda de aquello que alguna vez debía de pintar, se trataba sólo de tomar unas hojas y el lápiz desgastado que siempre ponía en la mesita junto a la cama... Pero esta vez no, me había decidido en un concilio de sueños, el jurado morféico tomó una decisión irrevocable, ya no había nada que debería de ser pintado, la búsqueda me había agotado, quizás por mi edad, quizás por no haber tenido la suficiente valía de salir más allá de lo que me permitía, pero era seguro, me iba a dejar el lápiz.

Ese día decidí ir a aquél gran parque al que fui por vez primera, en busca de tal vez un recuerdo impermeable que por alguna suerte y quizás habría de sobrevivir, una última esperanza, una última caminata para ya dejarme en paz. Comencé a seguir la vía de piedritas que se esparcía en el suelo, la sensación me recordaba a todos mis grandes logro-fracaso, en los que sentía seguridad por algún momento dado, aquél día que fui al ballet y vi a una hermosa dama en el centro, vi su baile, vi sus emociones, la forma en la que se movía como un recuerdo de todo aquello que yo no podía al canzar nunca y aquella frustración de delinear sus manos, sus piernas, la expresión incognoscible de su rostro y darme cuenta que, más que no poder alcanzarla, era que tampoco había nada que sentir y mi siguiente momento hóstil de abandonar el teatro. El día de la ópera en que me embarque en la imperdible tarea de pincelear una voz que se corrompía entre los aplausos y los cuchicheos, y que quería decirle a aquella mujer que no era su voz, que era melodiosa, que era perfecta, pero que todo lo demás la corrompía y es que a veces nos hemos de dar cuenta que puede haber algo hermoso por sí mismo en el aire, pero que el entorno lo puede ensuciar, la hermosa flor se pudre si hay tierra podrira y debe luchar por sobrevivir pero esa, en aquella ocasión, no era dependiente de mi voluntad.

Caminaba con todo esto, era condena o así era mi percepción, estaba meditabundo, en un estaod casi anímico cuando un sonido, como de miles de voces provenientes de algún mundo subalterno al mío me sacudió. Se trataba de ese sonido carnavalezco, de esa caja musical tan familiar que me atrapaba en mitad de un camino y me di cuenta en ese instante, que uno no escoge el momento en que se quedará a mitad de un camino cuando la vida decide sacudir hasta el más mínimo rincón de la mente. Corrí hacia el sonido, moví los matorrales, trataba de mirar hacia abajo hasta que el sonido lo valiera tanto como para alzar la vista y sentía como el corazón se aceleraba con cada decibel y me prometía algo que había dejado en un olvido distante y rogaba a todo lo que hubiera de ser rogado que no me topase con una amarga decepción... Hasta que alcé la vista... No podría, aún si conociera todo alfabeto inventado y cada articulación de mi lengua u otra, el describirlo... Era inmenso, tenía luces por todas partes, una carpa metálica que simulaba todos los tiempos, animales que se movían constatados por una vara gruesa de la cual habría que agarrarse, una voz de caja musical que me conmovía hasta lo más profundo de mis días... Estaba ahí, en medio de una vista hermosa de dos árboles. Pude verme en cada centímetro, en cada vuelta ¡Era esto, era esto! El gran movimiento quieto que anhelaba el alma, pude verme, lo juro y no sólo a mí. Entre los movimientos de los animales metálicos, entre todo ese vaivén me parecía ver detrás, todas las siluetas de todas las vivencia en las que me había abandonado, pude ver a una mujer que de la nada se conviritió en todas y cada una de ellas, de las hermosas damas que habían pasado por mi vida, vi en sus labios todos los labios que había besado alguna vez y todas la manos que había tocado. Vi todos mis bailes, la alegría jovial que había desvanecido el tiempo, vi siluetas de momentos que perdí, sombras que dejé de arrimar a mi sombra, padres que pude haber sido, esposos que pude ser, niño que fui ¡Lo vi todo y qué alegría! Corrí a buscarme en el abrigo...

¿Y el lápiz? ¡El lápiz! Era cierto... me he dejado el lápiz y el papel... Por fin algo que habría de ser pintado, por fin algo que habría de sentir y no me podía dar el lujo de emprender una búsqueda o dibujar en el suelo, no podía darme el lujo de escapar, no de ahí, no esta vez... Porque sabía, muy dentro de mí... Que si quitaba la vista y volvía, aquél paisaje de la vida no sería más que un simple carrusel.

Y tantas cosas dan vuelta como un carrusel.

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