23 AÑOS DE "EXCELENCIA ACADÉMICA"

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Con un firme modelo educativo constructivista-humanista, el Instituto Universitario Carl Rogers, IUCR, nace en el año de 1994, bajo el nombre de “Centro Universitario de Puebla”, Actualmente "INSTITUTO UNIVERSITARIO CARL ROGERS" con el objetivo de difundir los conocimientos y vivencias de la psicología, psicopedagogia y psicoterapia humanista, creando a su vez programas, proyectos de crecimiento y desarrollo del potencial humano. LÍDER NACIONAL EN PSICOLOGÍA, PSICOPEDAGOGÍA, COMPORTAMIENTO Y DESARROLLO HUMANO EN LAS ORGANIZACIONES quieres saber más... visita nuestro web site www.unicarlrogers.com.mx

viernes, 2 de marzo de 2018

COMPASIÓN

COMPASIÓN
Por: Érica Villegas Basilio 


Participante del Concurso "Cuéntanos tu cuento 2017”

La mente retiene recuerdos dolorosos por una razón, tal vez para no cometer el mismo error una y otra vez. Hay quien dicen que si se regresa al lugar en donde un recuerdo doloroso comenzó, mira a su alrededor y lo recorre, puede desprenderse del dolor para posteriormente olvidar… quizá pensé que eso iba a suceder, pero nada fija tan intensamente un recuerdo como el deseo de olvidarlo; y es que cuando uno sacude el cajón de los recuerdos, son los recuerdos los que terminan sacudiéndolo a uno.
En la época en la que mis padres se conocieron y decidieron formar una familia era precisamente la época en que las parejas tomaban la decisión de unirse en matrimonio para estar juntos el resto de su vida; hoy en día las parejas parecen ya no dar tanto crédito a esta idea, pues la realidad nos ha demostrado que no siempre sucede como se planea.
Mis padres fueron de esos idealistas que creyeron que serían felices por siempre, pero con la llegada de los hijos llegó también la responsabilidad de cubrir las necesidades de estos nuevos seres que dependen por completo de las atenciones de los progenitores: comida, vestido, sustento… y el mejor de los ejemplos para que mis hijos sea en el futuro un hombres de bien, decía mi madre.
Por aquel tiempo mi padre no tenía un empleo fijo (cosa común en los días que corren) que le diera un salario con el que pudiera solventar los gastos que implicaba el sustento de la familia y con lo que ganaba mi madre no era suficiente para los gastos de la casa y los niños. Al no encontrar una alternativa de empleo, mi padre tuvo que emigrar en busca del sueño americano que les diera a su mujer y a sus hijos una vida mejor.
Mamá y papá se dieron cuenta que el matrimonio no era eso que ellos creían que era, que las necesidades de una nueva familia no se podían cubrir estando juntos todo el tiempo. El trabajo de mi padre lejos de la casa, en otro país, fue lo primero
que los separó, desencadenando una serie de problemas insalvables en su relación de pareja, hasta que decidieron que lo mejor para mi hermano y para mí era que ellos disolvieran su matrimonio, pues los pleitos que los niños presenciábamos, no eran el ejemplo que ellos querían darle a sus hijos.
Mamá tuvo que seguir con su trabajo para sacar a la familia adelante. Creo que se sentía culpable por dejarnos a mi hermano y a mí solos mucho tiempo, pues ella sabía muy bien lo que es crecer con padres ausentes absorbidos por el trabajo. Pero cuando tienes que criar a dos hijos con tan poco presupuesto, no hay más que sacrificar tiempo con ellos para que nada les falte. Considero que esa fue una de las razones que impulsó a mi madre a obsequiarnos tres blancos y regordetes hámsters, porque la mejor forma de hacer buenos a los niños es hacerlos felices.
Mi hermano tenía siete años y yo seis, edades cruciales en la formación de todo individuo; esa edad donde la falta de atención de los padres se hacía más llevadera haciendo travesuras, jugando con los primos y con los amigos de la cuadra; esa edad en la que traer las rodillas raspadas y los pantalones rotos eran señales de victoria ante un amigo que no se atrevió a hacer lo que tú sí; esa edad en que se pudiera creer que todas las acciones se hacen con las mejores intenciones, sin rastro alguno de malicia.
Una tarde de invierno cuando el frío es muy intenso, mi hermano se dio cuenta de que nuestras mascotas temblaban víctimas de las bajas temperaturas, y con ese sentimiento natural del ser humano se compadeció de las pobres criaturas que estaban bajo nuestra responsabilidad. Desesperado emprendió la búsqueda de una solución a esta lamentable situación que atentaba contra la salud y tal vez hasta contra la vida de nuestras tan pequeñas y queridas mascotas.
Fue entonces que mirando a la puerta de la cocina encontró solución a este problema que a nuestra corta edad nos presentaba la vida.
¡Tengo una idea hermano! -me dijo- que tal si metemos a los hámsters en el microondas para que se calienten un poquito y se les quite el frío.
¡Sale! -respondí yo-, ignorando completamente a que tan aterrador tormento los estaba condenando.
Con la mejor de las intenciones sacamos a los animalitos de su jaula y los llevamos a ese cuartito donde según nuestro corto entendimiento encontrarían la temperatura ideal para dejar de sufrir las inclemencias provocadas por las temperaturas invernales. Realmente no éramos conscientes de que cual nazis recalcitrantes dirigíamos a nuestras mascotas hacia un final tan terrible.
Ya dentro del microondas las pequeñas bestias empezaron a explorar este nuevo y desconocido lugar. Mi hermano tuvo a bien oprimir el número cinco echando a andar la maquinaria que acabaría con la vida de aquellos seres a los que únicamente pretendíamos quitarles el frío.
Cinco fueron los minutos que pasaron en esa caja eléctrica de tortura antes del aliento final.
Como es natural, al sentirse amenazados y en peligro, corrieron presurosos a buscar una salida, más no así uno de ellos, pues se quedó expectante al centro de la charola giratoria, permaneciendo allí hasta el final de su existencia. El otro le apostó a correr con desesperación por todo el espacio en busca de la tan anhelada salida; y el último de ellos sabedor de donde se encontraba la puerta de escape se aferró literalmente con las uñas a ésta hasta que sus fuerzas se agotaron al igual que su vida.
Al final, cuando ya estaban totalmente abatidos por la incesante onda calorífica que sobre sus cuerpos dejo huella implacable, mi hermano exclamó con pueril inocencia: “Ya hasta dormiditos se quedaron”.
Sacamos sus cuerpecitos ya inertes de la caja de tortura para llevarlos a su jaula para ya nunca más volver a verlos.
Mi madre al darse cuenta de que estaban muertos tuvo a bien deshacerse de la evidencia que me hacía cómplice de un crimen aterrador. Ella nunca se enteró de la causa que acabo con la vida de nuestras mascotas.
Muchas fueron las aventuras que compartí con mi hermano en la infancia y no estoy seguro de si lo que hizo aquella vez de verdad fue un inocente acto de compasión o un atisbo de una mente retorcida y enferma. Pero bien dicen que todo es ceremonia en el jardín salvaje de la infancia y que esta se mide por los sonidos, olores y vistas antes de las horas oscuras en que la razón crece.
Yo ahora consiente de mi culpa siento un poco de remordimiento cuando pienso en lo terrible que fue la muerte de aquellos roedores; quizá sea tonto pero ya rece una plegaria en honor a su memoria.
En distintas ocasiones, en unas de cerca y en otras no tanto, me he encontrado con el sueño eterno, y pienso que siendo falsa su emoción es alivio y es condena; causa llanto sin razón a pesar de ser muy buena y no es más que el fin de la vida como la conocemos; pero de este primer acercamiento puedo decir que la ignorancia y la inocencia infantil no son excepciones para la muerte.

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