COMPASIÓN
Por: Érica Villegas Basilio
Participante del Concurso "Cuéntanos tu cuento 2017”
La
mente retiene recuerdos dolorosos por una razón, tal vez para no cometer el
mismo error una y otra vez. Hay quien dicen que si se regresa al lugar en donde
un recuerdo doloroso comenzó, mira a su alrededor y lo recorre, puede
desprenderse del dolor para posteriormente olvidar… quizá pensé que eso iba a
suceder, pero nada fija tan intensamente un recuerdo como el deseo de
olvidarlo; y es que cuando uno sacude el cajón de los recuerdos, son los
recuerdos los que terminan sacudiéndolo a uno.
En
la época en la que mis padres se conocieron y decidieron formar una familia era
precisamente la época en que las parejas tomaban la decisión de unirse en
matrimonio para estar juntos el resto de su vida; hoy en día las parejas
parecen ya no dar tanto crédito a esta idea, pues la realidad nos ha demostrado
que no siempre sucede como se planea.
Mis
padres fueron de esos idealistas que creyeron que serían felices por siempre,
pero con la llegada de los hijos llegó también la responsabilidad de cubrir las
necesidades de estos nuevos seres que dependen por completo de las atenciones
de los progenitores: comida, vestido, sustento… y el mejor de los ejemplos para
que mis hijos sea en el futuro un hombres de bien, decía mi madre.
Por
aquel tiempo mi padre no tenía un empleo fijo (cosa común en los días que
corren) que le diera un salario con el que pudiera solventar los gastos que
implicaba el sustento de la familia y con lo que ganaba mi madre no era
suficiente para los gastos de la casa y los niños. Al no encontrar una alternativa
de empleo, mi padre tuvo que emigrar en busca del sueño americano que les diera
a su mujer y a sus hijos una vida mejor.
Mamá
y papá se dieron cuenta que el matrimonio no era eso que ellos creían que era,
que las necesidades de una nueva familia no se podían cubrir estando juntos
todo el tiempo. El trabajo de mi padre lejos de la casa, en otro país, fue lo
primero
que los separó, desencadenando una serie de problemas
insalvables en su relación de pareja, hasta que decidieron que lo mejor para mi
hermano y para mí era que ellos disolvieran su matrimonio, pues los pleitos que
los niños presenciábamos, no eran el ejemplo que ellos querían darle a sus
hijos.
Mamá
tuvo que seguir con su trabajo para sacar a la familia adelante. Creo que se
sentía culpable por dejarnos a mi hermano y a mí solos mucho tiempo, pues ella
sabía muy bien lo que es crecer con padres ausentes absorbidos por el trabajo.
Pero cuando tienes que criar a dos hijos con tan poco presupuesto, no hay más
que sacrificar tiempo con ellos para que nada les falte. Considero que esa fue
una de las razones que impulsó a mi madre a obsequiarnos tres blancos y
regordetes hámsters, porque la mejor forma de hacer buenos a los niños es
hacerlos felices.
Mi
hermano tenía siete años y yo seis, edades cruciales en la formación de todo
individuo; esa edad donde la falta de atención de los padres se hacía más
llevadera haciendo travesuras, jugando con los primos y con los amigos de la
cuadra; esa edad en la que traer las rodillas raspadas y los pantalones rotos
eran señales de victoria ante un amigo que no se atrevió a hacer lo que tú sí;
esa edad en que se pudiera creer que todas las acciones se hacen con las
mejores intenciones, sin rastro alguno de malicia.
Una
tarde de invierno cuando el frío es muy intenso, mi hermano se dio cuenta de
que nuestras mascotas temblaban víctimas de las bajas temperaturas, y con ese
sentimiento natural del ser humano se compadeció de las pobres criaturas que
estaban bajo nuestra responsabilidad. Desesperado emprendió la búsqueda de una
solución a esta lamentable situación que atentaba contra la salud y tal vez
hasta contra la vida de nuestras tan pequeñas y queridas mascotas.
Fue
entonces que mirando a la puerta de la cocina encontró solución a este problema
que a nuestra corta edad nos presentaba la vida.
¡Tengo
una idea hermano! -me dijo- que tal si metemos a los hámsters en el microondas
para que se calienten un poquito y se les quite el frío.
¡Sale! -respondí yo-, ignorando completamente a que
tan aterrador tormento los estaba condenando.
Con
la mejor de las intenciones sacamos a los animalitos de su jaula y los llevamos
a ese cuartito donde según nuestro corto entendimiento encontrarían la
temperatura ideal para dejar de sufrir las inclemencias provocadas por las temperaturas
invernales. Realmente no éramos conscientes de que cual nazis recalcitrantes
dirigíamos a nuestras mascotas hacia un final tan terrible.
Ya
dentro del microondas las pequeñas bestias empezaron a explorar este nuevo y
desconocido lugar. Mi hermano tuvo a bien oprimir el número cinco echando a
andar la maquinaria que acabaría con la vida de aquellos seres a los que
únicamente pretendíamos quitarles el frío.
Cinco
fueron los minutos que pasaron en esa caja eléctrica de tortura antes del
aliento final.
Como
es natural, al sentirse amenazados y en peligro, corrieron presurosos a buscar
una salida, más no así uno de ellos, pues se quedó expectante al centro de la
charola giratoria, permaneciendo allí hasta el final de su existencia. El otro
le apostó a correr con desesperación por todo el espacio en busca de la tan
anhelada salida; y el último de ellos sabedor de donde se encontraba la puerta
de escape se aferró literalmente con las uñas a ésta hasta que sus fuerzas se
agotaron al igual que su vida.
Al
final, cuando ya estaban totalmente abatidos por la incesante onda calorífica
que sobre sus cuerpos dejo huella implacable, mi hermano exclamó con pueril
inocencia: “Ya hasta dormiditos se quedaron”.
Sacamos
sus cuerpecitos ya inertes de la caja de tortura para llevarlos a su jaula para
ya nunca más volver a verlos.
Mi
madre al darse cuenta de que estaban muertos tuvo a bien deshacerse de la
evidencia que me hacía cómplice de un crimen aterrador. Ella nunca se enteró de
la causa que acabo con la vida de nuestras mascotas.
Muchas fueron las aventuras que compartí con mi
hermano en la infancia y no estoy seguro de si lo que hizo aquella vez de
verdad fue un inocente acto de compasión o un atisbo de una mente retorcida y
enferma. Pero bien dicen que todo es ceremonia en el jardín salvaje de la
infancia y que esta se mide por los sonidos, olores y vistas antes de las horas
oscuras en que la razón crece.
Yo
ahora consiente de mi culpa siento un poco de remordimiento cuando pienso en lo
terrible que fue la muerte de aquellos roedores; quizá sea tonto pero ya rece
una plegaria en honor a su memoria.
En distintas ocasiones, en
unas de cerca y en otras no tanto, me he encontrado con el sueño eterno, y
pienso que siendo falsa su emoción es alivio y es condena; causa llanto sin
razón a pesar de ser muy buena y no es más que el fin de la vida como la
conocemos; pero de este primer acercamiento puedo decir que la ignorancia y la
inocencia infantil no son excepciones para la muerte.
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