DESNUDANDO A EVA: LA VIOLENCIA FEMENINA
UNDRESSING EVE: FEMALE VIOLENCE
Dr. Héctor Cerezo Huerta hectorcerezo@hotmail.com
Universidad
Nacional Autónoma de México UNAM. Ciudad de México. Instituto Universitario
“Carl Rogers”, Puebla, México.
Citation: Cerezo, H. (2016). «Desnudando a Eva: La violencia
femenina». Revista Científica Arbitrada de la Fundación MenteClara, 1(3), 50-68.
https://datahub.io/dataset/2016-1-3-e19
Copyright: © 2016 RCAFMC.
Este artículo de acceso abierto es distribuido bajo los términos de la licencia
Creative Commons Attribution-Non Commercial (by-cn) Spain 3.0. Recibido: 4/11/2016. Aceptado: 8/11/2016
Publicación online: 20/12/2016
Resumen
El presente
texto desarrolla un análisis reflexivo sobre la violencia intencional ejercida
por mujeres en sus relaciones de pareja; un fenómeno social considerado
aislado, carente de datos epidemiológicos consistentes y hasta cierto punto
“políticamente incorrecto” e indigno de atención clínica por el matiz “reactivo
o defensivo” por el cual tienden a enmarcarse las agresiones femeninas. Sin
embargo, la violencia conyugal se construye entre dos y, desde una visión
sistémica en esa interacción, la mujer también tiene una participación activa
al recurrir a conductas verbales durante los episodios violentos, mismas que
fungen como conductas detonantes y retroalimentadoras de la agresión física,
por la que optan los varones. Así también, las mujeres son proclives a la
utilización de estrategias violentas diferentes a las ejercidas por el hombre y
éstas se caracterizan por el uso de agresiones psicológicas, comunicativas,
alienación de los hijos hacia el padre de familia, chantaje emocional y
manipulación de la vida sexual.
Abstract
The present text develops a reflective analysis about the intentional
violence carried out by women in their relationships; a social phenomenon
considered isolated, lacking consistent epidemiological data and until a
certain point “politically incorrect” and worthless of clinical attention by
the nuance “reactive or defensive” whereby tend to be framed female aggression.
However, marital violence is built between two and from a systemic vision in
this interaction; women also have an active participation by resorting verbal
behaviors during violent episodes, same that act as detonating behavior and
feedback from the physical aggression, by which choose men. Also, women are
prone to the use of different violent strategies as exercised by man and they
are characterized by the use of psychological aggression, communicative,
aligning of children to the parent, emotional blackmail and manipulation of sex
life.
Palabras Claves/ Keywords: Violencia, mujeres agresoras,
perfil psicológico, perspectiva de género, violence, female aggressors,
psychological profile, gender perspective.
Me decía: “¡Mírame a los pinches ojos pendejo! No sirves ni´pa la cama”.
Aseguraba que vivía con otra persona, insultaba a mi familia, no podía salir ni
a viajes de trabajo si ella no estaba de acuerdo. Puso en mi contra hasta a mi
propia hija de 5 años diciéndole que era secuestrador y que las abandonaría
para irme con otra mujer. Ella podía gastar dinero sin pretexto alguno y yo
tenía que darle mi salario completo para que ella administrara cualquier gasto.
Revisaba cada día mi correo, mi celular. Una vez, en una discusión, rompió
todos mis documentos personales; hasta mi título y cédula profesional y quemó
toda mi ropa […] Yo supe ese día que si la golpeaba; perdía, me iba a la cárcel
y además no pude hacerlo, me paralicé. Fui hospitalizado al sufrir varias
fracturas aquel día que me empujó por la espalda al ir bajando las escaleras
cuando finalmente decidí salirme de la casa”.
Transcripción
del testimonio de “G”/Expaciente/Ciudad Juárez, Chihuahua. México.
Introducción
La mujer que ejerce violencia en el vínculo de pareja
representa un tópico muy poco atendido por la Psicología y por ello, persiste
un enorme desconocimiento teórico-metodológico y un sesgo en los tratamientos e
intervenciones clínicas y educativas hacia hombres agredidos por parte de los
profesionales de la salud mental, sean estos; Psicólogos, Psiquiatras,
Terapeutas, Psicopedagogos o Trabajadores sociales.
Es indudable que, las mujeres violentas constituyen
una minoría epidemiológica. No obstante, en la última década se ha presentado
un incremento significativo en las detenciones, condenas y encarcelamientos de
mujeres con patrones agresores, delincuenciales y violentos.
Así, por ejemplo, una investigación realizada en
España por Loinaz (2016) sobre el tratamiento de mujeres delincuentes y
violentas reportó que a nivel internacional, un 25% de la población
delincuencial recluida en las cárceles es femenina, limitándose al 10% para los
delitos violentos y al 5% para los sexuales (Cortoni, Hanson y Coache,
2010).
Un ejemplo paradigmático fue el incremento percibido
en EE.UU, donde se aumentó de un 10% de detenciones femeninas en 1965 a un
15.8% en 1980 y a casi un 25% en 2008 (Van Wormer, 2010). En adolescentes,
además, se observó un incremento gradual de la implicación de las mujeres en
delitos cada vez más violentos (ChesneyLind y Shelden, 2014).
En el contexto mexicano, se asume popularmente que
una mujer que ejerce violencia lo hace como una reacción defensiva o reactiva.
Igualmente, el estereotipo dicotómico: hombre-victimario y mujer–víctima es un
axioma aceptado.
Por su parte, un hombre agredido difícilmente busca
apoyo emocional en virtud de las concepciones tradicionales de “ser hombre” y masculinidad, las cuales
presentan profundos problemas psicológicos y socioculturales.
Así pues, la expresión emocional, el amor, los
vínculos de pareja, la comunicación entre hombres y la experiencia paterna son
algunos de los fenómenos que nos tienen “atrapados
y confundidos” entre los propios hombres (Kimmel, 1992) y pese que,
recientemente se han propuesto hipótesis neurobiológicas que explican las
diferencias cerebrales dependientes del sexo y el género (Backer et al, 2008 y
Cahill, 2009) no resuelven el problema de la comprensión fenomenológica de la
masculinidad y tampoco profundizan en el papel de la crianza familiar, la
construcción sociocultural del género, la importancia de nuestras experiencias
de aprendizaje temprano y las herramientas emocionales que los hombres
desarrollamos. Todas estas variables, no solo complementan la noción de “ser hombre” y masculinidad; sino que
son parte integral del proceso.
En opinión de Bonino (2000), la subjetividad
masculina rígida y tradicional de autosuficiencia, dominio y control, se
construye a través de cuatro pilares; 1) la masculinidad se define por el
alejamiento con lo femenino; es decir: “No
somos mujeres”, 2) la masculinidad se valora por la identificación con el
padre o figura de poder y así el discurso infantil proclama: “Mi papá lo puede todo, yo quiero ser como
él”, 3) la masculinidad se construye sobre la base de la violencia como
modo legítimo de relacionarse y por ello: “Los
hombres somos duros y arriesgados” y, finalmente 4) la masculinidad se
genera en la lucha y rivalidad contra el padre o autoridad, y entonces gritamos
al mundo: “Debo superar a todos, yo soy
mejor”.
Cada pilar da lugar a conflictos diferentes a nivel
social y aumentan la disonancia cognitiva cuando un hombre es agredido por una
mujer. Así, atendiendo al orden anterior se generan hombres homofóbicos,
hombres orientados exclusivamente hacia el poder, el logro y el estatus,
hombres esencialmente violentos y hombres fríos, que no lloran y nada parece
conmoverlos.
Por otro lado, la capacidad de expresión
emocional y de empatía en los hombres es limitada ya que consistentemente ha
sido reprimida mediante mandatos socioculturales que distorsionan nuestra
masculinidad y paradójicamente orientan a los hombres sobre cómo resolver los
asuntos de la vida cotidiana, tales como: “Los
hombres no lloran...Los hombres deben ser dominantes y ser la cabeza de una
familia...Los hombres son valientes…Los hombres no hablan de sus problemas…Los
hombres compiten, ellas eligen….Los hombres siempre deben estar preparados
sexualmente; Siempre erectos…Los hombres no piden ayuda…Los hombres son
independientes…Los hombres no se dejan vencer por el dolor…Los hombres no
muestran excesivo afecto hacia otros hombres”.
Al respecto, Molina y Oliva (2011) explican que somos
más hombres mientras más características del ideal masculino hegemónico
incorporemos a nuestra identidad de género, aunque esto reprima una amplia gama
de necesidades, sentimientos y formas de expresión eminentemente humanas.
Valga señalar algunos ejemplos. Los hombres mueren en
promedio, siete años antes que las mujeres. Los niños varones por otra parte,
también sufren accidentes con mayor frecuencia que las niñas. En cuanto al
suicidio, los hombres logran concretarlo en una proporción tres veces superior
a la de las mujeres que lo intentan e incluso cuando se instala ideación
suicida, se disponen a morir "como
un hombre" utilizando para ello, la autodestrucción por los métodos
más letales.
En este sentido, cualquier tipo de violencia ejercida
por hombres o mujeres envía como mensaje implícito que las víctimas no tienen
derecho a sentir, ni a tener opiniones, decisiones válidas y que, la expresión
de distintos tipos de violencia funcionan como mecanismos psicológicos para
mantener el comportamiento de la víctima dentro de parámetros de supuesta
“conveniencia y orden”, por ello el espectro violento previo entre estas
parejas es tan amplio y a veces invisible; abusos verbales, psicológicos,
sexuales, económicos, patrimoniales y físicos. La violencia femenina, también
anula al hombre como ser sensible y capaz de funcionar en una amplísima escala
emocional y en las más extraordinarias dimensiones relacionales.
Un escenario: De varón domado a hombre golpeado
Ciudad Juárez, Chihuahua, México, constituye aún, uno
de los puntos de quiebre de la descomposición social y violencia de género en
México desde hace dos décadas. Durante varios años en este escenario
etnográfico, fui testigo de feminicidios deleznables y estadísticas lapidarias;
cada 7.42 días desaparecía una mujer, cada 12.8 días otra era asesinada y cada
40.34 días una más era violada, torturada y brutalmente exterminada. Una buena
parte de mi amplia estancia profesional en la frontera norte mexicana,
transcurrió como Consultor educativo y Psicoterapeuta de parejas violentas en
Casa Amiga, Centro de Crisis (Hoy, Casa Amiga “Esther Chávez Cano” http://www.casaamiga.org.mx/) y precisamente Esther -incansable
feminista- fue la primera en denunciar valerosamente los asesinatos seriales y
afirmaba además contundente en nuestras acaloradas tertulias que: “la causa de las mujeres, debía ser también
la causa de los hombres”.
Al proporcionar miles de horas de capacitación a
equipos de atención a crisis y de psicoterapia individual y de pareja a mujeres
y hombres que asumían a la violencia como patrón conductual en sus relaciones
amorosas, comprendí una serie de premisas que impedían tanto a víctimas como a
victimarios modificar sus vidas y, que a los profesionales de la salud mental
también les complicaba proporcionar servicios de prevención, intervención y
extensión desde una perspectiva de equidad de género, a saber:
a) La
victimización femenina ha sido el principal objetivo de los estudios
psicológicos y por ende, el eje rector para el diseño de políticas públicas de
prevención, atención y erradicación de la violencia.
b) El enfoque
dominante para la comprensión y tratamiento de la violencia continua siendo el
modelo sociológico, el cual asume a la violencia como un fenómeno
unidireccional -no recíproco- y en el que se recupera información de la
dinámica de la violencia solo de un integrante de la díada.
c) El
estereotipo dicotómico: “las mujeres son
víctimas de violencia; los hombres son victimarios” se ha arraigado
profundamente en la cultura mexicana y debido a ello, innumerables colegas del
área de la salud mental, consideran una irreverencia clínica proponer los
papeles de agresor y víctima como intercambiables. De hecho, en varios Centros
de Atención a la Violencia no les interesa en absoluto atender hombres
agresores ni agredidos.
d) Los
mecanismos de minimización y/o justificación de ciertas conductas violentas
tanto de hombres y mujeres no contribuye a resolver el problema de la
comprensión fenomenológica de los géneros y tampoco nos permite profundizar en
el papel del aprendizaje, los estilos de crianza, la influencia familiar y las
subjetividades femeninas y masculinas. De este modo, se cree ingenuamente que
la agresión psicológica no es tan grave como la agresión física.
e) La
creencia común entre terapeutas, feministas y activistas sin experiencia
clínica suficiente que asume tajante, que la psicoterapia con los hombres que
ejercen violencia es absolutamente inútil y que, por lo tanto, la prevención
debe ser dirigida exclusivamente hacia el empoderamiento y protección de las
mujeres; aumentando con ello, la distancia entre géneros.
f) El
personal de salud que atiende casos de violencia, presentan su propia situación
particular, caracterizada fundamentalmente por la presencia de un síndrome de
estrés crónico derivado por la sobrecarga laboral no correspondiente con el
ingreso económico. A pesar de atender pacientes complicados, algunos
profesionales de la salud mental no cuentan con un entrenamiento especializado,
ni con un equipo de coterapeutas que proporcione contención emocional para evitar
posiciones clínicas polarizadas mediante la presencia del fenómeno denominado: "Triángulo
rescatador-víctima-persecutor" (Cerezo, 2005). El perfil desgastante
de estos organismos sanitarios también ha sido previamente estudiado por Marín
(2004), quien ha corroborado algunas de estas precisiones.
Lamentablemente, los aspectos descritos prevalecen e
impiden clarificar que la violencia implica todo acto, omisión, actitud o
expresión que genere, o tenga el potencial de generar daño emocional, físico o
sexual a la pareja afectiva (Castro y Casique, En Rojas Solís, 2013).
De este modo, no fue sino hasta atender y escuchar a
profundidad a cientos de hombres que ejercían violencia hacia sus parejas y a
otros tantos que habían sido agredidos, cuando facilitando aquellos grupos
terapéuticos, descubrieron que como hombres habían sido lo que les habían dicho
que fueran y que la masculinidad y la feminidad per se no existían, sino que más bien se trataba de invenciones de
carácter fenomenológico y sociocultural.
Cuando estos hombres empezaron a cuestionar los
estereotipos de masculinidad opresivos e impuestos; “ser hombre” se convirtió en un ejercicio de escucha y empatía
entre los propios hombres y los motivó a diseñar formas sanas, responsables y
productivas para interaccionar junto a las mujeres y en develar la armadura
psíquica de aquella masculinidad que los obligaba a mantener distancia
emocional de otros hombres.
Estos mismos hombres discutieron prolíficamente sobre
cómo los percibían las mujeres; egocéntricos, obsesionados por el poder,
coercitivos, despiadados y sin inhibiciones en lo que se refiere a la
satisfacción de sus instintos sexuales y se conmocionaron al debatir los
atrevidos planteamientos de la obra de Esther Vilar (1973): “El varón domado” y se conmocionaron al
darse cuenta que tuvo que ser una mujer quién levantó su voz y clarificó la
opresión y complejidad de su masculinidad, y esto como decían los participantes
de mis talleres: “No porque los hombres
no tuviéramos –huevos- (valentía) para defendernos a nosotros mismos, sino
porque no habíamos hablado jamás, ni nos habíamos escuchado entre nosotros”.
Otros hombres lograban reflexiones
profundas y dolorosas que se expresaban en voz alta en Psicoterapia bajo frases
como: “Creo que mi mujer ha hecho un buen
marketing de los sentimientos. Ella se ha creído que es la única que los tiene,
pero yo como hombre no sólo siento, me comprometo […] A mí me duelen sus
humillaciones, sus abandonos, las palabras que me destruyen y la forma en cómo
volvió rehenes a nuestros hijos en contra mía […] Me convertí en un visitador,
en la pensión mensual para mis niños, no soy un padre y creo que nunca fui un
esposo”.
De todos los planteamientos voraces que Esther Vilar
planteó en aquella primera versión de su revelador libro: “El varón domado”
(1973) y que pueden resultar aún vigentes en términos de la violencia femenina,
se aprecian los siguientes:
• La
vida sexual en la pareja puede terminar por convertirse en un perverso
mecanismo de transacción y compensación.
• La
utilización y manipulación emocional de los hijos como rehenes contra el padre
de familia es un acto profundamente irresponsable por parte de la mujer.
• Cuando
Vilar afirmaba que: “la sociedad excluye
y desprecia al varón que no se ata, que no engendra niños, que vive unas veces
aquí y otras allí” (1973, p. 23) lo comparaba con la ironía de Sísifo, pero
también confirmaba que si bien el contexto sociocultural de corte patriarcal
privilegia a los hombres como colectivo, también ha originado severas consecuencias
emocionales. Como afirma Lozoya (1999): “Los
privilegios cuestan caros y en el campo de los sentimientos, todo lo que
ganamos en poder lo pagamos en represión emocional”, quién además
metafóricamente compara a los hombres con caballeros dentro de una armadura
oxidada y con Pinocho, aquel muñeco de madera luchando por humanizarse.
Perfil psicológico de la mujer violenta
El psiquiatra Ernesto Lammoglia (2005) explica que
así como un misógino se engancha con una mujer dependiente, muchos hombres son
víctimas de mujeres frías y crueles que minimizan su conducta violenta: “no es para tanto” y que asumen una
ceguera selectiva al sobrevalorar su dimensión luminosa y negar sus partes
oscuras como personas.
Adicionalmente, sucede un fenómeno similar al ciclo
de la violencia de pareja planteado por Walker (2012). No importa lo que el
hombre diga o haga en la relación, siempre estará mal dicho o hecho. Este juego
perverso distorsiona la percepción amorosa, perpetúa el bucle violento y
contribuye al mantenimiento del silencio de hombres que difícilmente
denunciarán el maltrato y tampoco se acercarán a psicoterapia a pesar de haber
sido agredidos.
En opinión de Cano Gil (2015) un psicoterapeuta
español, la mujer violenta, culpa de forma exclusiva, continua y
desproporcionada a sus parejas masculinas de los problemas inherentes a la
convivencia, no asume responsabilidad alguna de sus agresiones, coerción y
dominio aspecto similar en el hombre- y se asumen paradójicamente como víctimas
defensivas.
A nivel cognitivo, se aprecian fallas en el juicio de
realidad, lo cual les impide la autocrítica, la resonancia afectiva y menos
aún, la demanda de psicoterapia. Su marcada desvinculación afectiva de sus
parejas masculinas, incita una macabra danza de divorcio o separación que
difícilmente se consuma y en caso de lograrse se caracteriza por una tensión
desgastante.
Si la convivencia con un hombre “imbécil” resulta tan intolerable ¿por qué no buscan a alguien “mejor”? Este aspecto contradictorio,
devela cierta intención de maltrato y proyecta quizás personalidades límites,
narcisistas, pasivo-agresivas y con déficits emocionales arrastrados desde la
infancia que se manifiestan agudamente en los episodios violentos mediante
conductas regresivas, impulsivas y desafiantes.
La dinámica de hombres víctimas y mujeres agresoras
ha sido estudiada por Toldos Romero (2013) y explica que dada su complexión
física, patrones de crianza, perfil cognitivo e influencia cultural, las
mujeres utilizan estrategias violentas diferentes a las ejercidas por el hombre
y éstas se caracterizan por el uso de agresiones psicológicas, comunicativas,
alienación de los hijos hacia el padre de familia, chantaje emocional y
manipulación de la vida sexual. La violencia femenina tiende a naturalizarse
por su carácter “sutil y reactivo”,
sin embargo, todo acto violento intencional genera un impacto psicológico
devastador e irreversible en la autoestima de las víctimas.
Desde un abordaje sistémico y comunicacional, Perrone
y Nannini (1997) han distinguido entre dos modalidades violentas: violencia
simétrica y violencia complementaria. La primera se genera en situaciones de
desafío en el que uno trata de imponerse al otro; la mujer es la que suele ser la
víctima de las agresiones físicas, pero no se somete y se las arregla para
continuar la lucha. La agresión es abierta y existe el sentimiento de culpa. La
violencia complementaria (violencia de castigo) es un intento por perpetuar una
relación de desigualdad donde existe un fuerte y un débil; el fuerte se cree
con derecho de castigar al débil, no hay sentimientos de culpa y sí una cierta
sanción cultural que justifica su violencia. Sus secuelas son mucho más graves.
La violencia de castigo destruye la identidad porque la víctima no pertenece a
la misma clase de quien la agrede.
Un estudio estadístico relevante fue realizado por González
Galbán y Fernández de Juan (2014) en Baja California, México, y determinó la
probabilidad de que los hombres jóvenes sean víctimas de violencia de pareja,
en función de algunas covariables que se presuponen influyentes.
Así, los autores reportaron que son los hombres
jóvenes, con un nivel educativo bajo, que tienen un trabajo inestable, que
nacieron en la frontera norte y que fueron víctimas de violencia en la infancia
quienes pueden ser mayormente vulnerables a conductas violentas por parte de
sus parejas femeninas.
En otra investigación realizada por Hernández (2007)
a 50 mujeres en Saltillo, Coahuila, México, y cuyo objetivo fue determinar la
manera en que las mujeres retroalimentan la violencia de su pareja con su
conducta verbal o no verbal, se reportaron seis hallazgos muy interesantes:
• Si
bien la violencia física es predominantemente masculina, la verbal es casi recíproca
entre los cónyuges.
• La
violencia se construye entre dos, primeramente como una escalada verbal y
después física, cuyo punto final es la agresión que termina con el
enfrentamiento y con la situación así generada.
• La
mujer recurre durante los episodios violentos a conductas verbales, mismas que
fungen como conductas detonantes y retroalimentadoras en la construcción de los
episodios violentos; a su vez, los hombres optan por conductas no verbales,
como la agresión física, a la que reciben respuesta de las mujeres en algunas
ocasiones, quienes, al no poder mantener la escalada, terminan
retirándose.
• El
que la violencia se construya, no significa en absoluto que ambos cónyuges
tengan igual responsabilidad, pues el agresor intencional siempre tiene una
responsabilidad mayor.
• Es
preciso que los dos actores de la violencia hagan algo diferente, nuevo, lejos
de la interpretación tradicional que señalaba al violento como agente del
cambio.
• La
mujer tiene una participación activa; nada justifica la agresión física, pero
encasillar a la mujer como víctima y no hacer visibles sus conductas detonantes
y retroalimentadoras, obstaculiza la modificación del círculo de la violencia.
Un estudio adicional fue realizado en la Ciudad de
México por Trujano, Martínez y Camacho (2010) con cien jóvenes heterosexuales
-solteros y casados- y cuyo objetivo fue identificar qué actitudes y
comportamientos percibían como violentos de su pareja femenina, así como la
frecuencia y modalidades con que se presentaban; reportó que la violencia está
presente en ambas muestras con niveles bajos, pero se apreció una mayor
incidencia y una mayor percepción en los hombres casados. Las modalidades con
mayor frecuencia y mejor percibidas por ambos grupos incluyeron la violencia
psicológica, la sexual y la económica nuevamente fue mayor en el grupo de los
casados.
Los autores advierten que pese a que la incidencia en
las muestras sean bajas, no deja de ser un indicador preocupante, pues una vez
que se han instalado episodios de violencia, la posibilidad de que aumenten
tanto en frecuencia como en intensidad será alta.
A nivel sudamericano, una investigación cualitativa
realizada recientemente en Chile por Rojas, Galleguillos, Miranda y Valencia
(2013) analizó los discursos de hombres víctimas de violencia conyugal y los
resultados mostraron que la expresión más común de violencia femenina es la
verbal, particularmente los gritos y las humillaciones, a través de los cuales
imponen autoridad, fortaleza y control.
Sin embargo, si estas acciones no dan resultados,
añaden actos de agresión física como cachetadas, patadas, destrucción de
documentos u objetos personales del cónyuge e incluso el lanzamiento de objetos
como zapatos y platos. Por otro lado, las mujeres utilizan violencia verbal para
exigirles a sus parejas que se comporten de acuerdo al modelo hegemónico de
“hombre”, cuestionando con ello su masculinidad.
En este sentido, la propia ideología patriarcal que
beneficia a los hombres en aspectos cotidianos, es la misma que les impone
estereotipos rígidos con respecto a lo que se espera de ellos como hombres “fuertes” en la relación de pareja y por
tal razón, el hecho de ser violentado queda oculto y al mismo tiempo impune.
Conclusiones
Desde una visión ética, es cuestionable que los actos
de violencia ejercidos por los hombres sean señalados con índice de fuego y se
les acuse de un sexismo exacerbado -que si bien es absolutamente cierto- cuando
se trata de agresiones intencionales femeninas, se les connota exclusivamente
como actos reactivos de violencia doméstica y con ello se subestiman e
invisibilizan las agresiones cometidas por las mujeres hacia sus parejas.
Presuponer que, en virtud exclusiva de nuestra
condición sexogenérica, una persona es potencialmente violenta, irracional o
incompetente para lograr su recuperación emocional a través de la psicoterapia
es aún más sexista y retrógrada que la propia violencia y de paso, anula la
oportunidad para mujeres y hombres de mejorar nuestras interacciones.
La violencia femenina hacia el hombre existe, aunque
es indiscutible que las estadísticas a nivel global muestran una enorme
proporción de mujeres que han sido objeto de violencia de género por parte del
hombre.
No obstante,
los hombres agredidos al igual que muchas mujeres sufren en silencio y lo hacen
por las mismas razones; no tener con quién hablar, considerar que la violencia
es un asunto privado y vergonzoso o porque han buscado ayuda profesional y han
obtenido respuestas prejuiciosas y difusas.
Aún queda pendiente seguir investigando sobre la
violencia femenina ejercida no sólo hacia los hombres, sino también la dirigida
hacia otras mujeres, hacia senectos y hacia niños.
Es indiscutible el axioma de la equidad de género, la
igualdad de oportunidades y la necesidad de que los hombres participemos más y
desarrollemos una verdadera corresponsabilidad en las actividades domésticas,
amorosas, reproductivas y de cuidado, y adoptemos posturas libres de sexismo.
También es cierto que el contexto sociocultural de
corte patriarcal, sin duda nos privilegia a los hombres como colectivo, sin
embargo, tal distribución rígida de roles y expectativas en función del sexo y
género, tiene también severas consecuencias emocionales para los hombres.
El propósito del texto fue nombrar a un tipo de
violencia -que si bien no se ha extendido aún- al nombrarla la limitamos, y al
limitarla, deseo que a todos nos motive a comprenderla.
La solución a la violencia de género y a los
feminicidios que ahora se han desbordado de la frontera norte hacia otras
regiones de México como Puebla o Estado de México, no radica en el acceso a la
información mediante la impartición de talleres, charlas motivacionales en las
escuelas o en asentar una comunicación fluida entre los miembros de la
pareja.
Hemos de apostar por acciones preventivas de la salud
mental comunitaria, por el diseño de políticas públicas basadas en la evidencia
científica y por la conformación de equipos multidisciplinarios de
profesionales con visión de equidad de género que cuestionen los valores,
creencias y mandatos psicológicos y socioculturales sobre lo que “debe ser” un hombre y una mujer, pues
eso es precisamente lo que está en la base de esta escalada de violencia, por
la falaz posición existencial de superioridad-subordinación que promueve.
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