Plumas y Sangre
Por: Mtro. Emmanuel Villanueva García
Participante destacado del Concurso "Cuéntanos tu cuento 2017”
El
frío se respira mientras la oscuridad lo envuelve todo. Aquello que mantiene la
vida: agua pura, luz cálida y el viento refrescante no existen. Ahí donde la
vida pierde la libertad rondan los viejos espíritus en busca de alimento.
Fieros guardianes, cazadores implacables, no respetan castas, no respetan
títulos. Para ellos todos son alimento, todos son iguales, si la muerte no
distingue ellos tampoco.
Así
es el Mictlán, el lugar más profundo del Reino de la Muerte. En él no hay
espacio para la esperanza, no hay tiempo para la felicidad, sólo dolor, sólo
anhelo, sólo tristeza. Hay hambre de almas, los demonios buscan y rondan por
cada lugar, cazan almas simples, buscan no vivos o lo que queda de ellos,
buscan chispas que alguna vez vitalizaba un cuerpo. Almas pobres que creen que
la muerte es fin y paz.
Entre
la oscuridad del lugar de los Muertos se mueve una figura con andar cansado,
alguien que ha luchado por tiempos incalculables, alguien que ha llegado al fin
a su meta. Se oculta, en silencio, mientras los cazadores pasan cerca de él.
Con cada paso su determinación disminuye y la fuerza lo abandona. Aún así,
luego de tanto trabajo, todavía le resta realizar un último acto, el más duro
hasta el momento, crear vida en el reino de la Muerte. El último sacrificio se
vislumbra inmenso y con lo que le queda de vigor le resulta casi imposible
terminar su empresa.
Finalmente
aquél ser se detiene, deja caer sobre el suelo lo que queda de unos huesos
viejos, casi nada de ellos. Aquellas piezas son observadas con mucha atención.
Son vestigios de una era pasada. La persona tira su peso sobre sus rodillas que
caen al suelo, su cuerpo se encorva, el cansancio se apodera de él.
En
tiempos pasados su corpulenta presencia se erguía, gloriosa, imponente y
majestuosa. Largas plumas cubrían su cuerpo: plumas doradas como el sol, plumas
plateadas y blancas como la nieve, plumas carmesíes como el rojo de la sangre,
plumas de zafiro, azules como el mar profundo, plumas negras y brillantes como
la obsidiana, plumas verdes y vivas como los árboles, todas y cada una de
ellas hermosas. Ante él se inclinaban los que buscaban consejo. Con sus propias
manos había matado a la bestia del mundo antiguo, Cipactli, y con ella había
formado todas las regiones de la tierra. En aquella ocasión fue su hermano el
que ofreció el sacrificio, ahora sólo él, nadie más que él, debía realizarlo.
La soledad se volvió su compañera, ninguno de sus poderosos hermanos estaba a
su lado, tan sólo la muerte y el frío permanecían a su lado.
Contempló
los restos que estaban frente a él: eran pequeños, diminutos e
insignificantes. Los tomó con su mano y se percató de que su palma estaba
herida, sucia, cansada, en su rostro se reflejaron la pena y el dolor. Deseó
detenerse y ponerle fin al sufrimiento, anhelaba volver a su gloria, a las
alturas, al cielo, al calor del sol y su luz constante y pura.
En
silencio, de él sin ser él mismo, surgió otra figurilla, pequeña y liviana. El
extraño lo observó por un tiempo, con respeto y confusión. Cuando la prudencia
le dictó que era momento de hablar, lo hizo.
─
Nada soy ante su Magnificencia, Gran Serpiente Emplumada ─ dijo con respeto y
reverencia ─ . Su sabiduría se eleva veinte veces arriba y la mía veinte veces
más abajo. Sin embargo, veo en su rostro dolor e indecisión. Su conocimiento
del futuro le pesa y le acongoja ¿puede su siervo humilde saber la razón de su
agonía?
El
noble nahualli, siempre recto y fiel, había seguido a su Señor con admirable
fortaleza. El señor Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios de la Sabiduría
había bajado hasta lo más profundo del Mictlán para obtener con dificultad los
huesos de los hombres antiguos, aquellos que vivieron en los Soles Pasados.
Desde el inicio la empresa nunca se vio sencilla, incluso sus hermanos,
cansados también, le dieron la espalda debido a los fracasos en los Soles
Pasados.
En
la ocasión en la que se reunieron los dioses para que Quetzalcóatl les
compartiera el plan de rehacer a los hombres, sus hermanos y hermanas
voltearon su rostro a otro lado, nadie escuchó sus palaras. La Serpiente
Emplumada repitió su plan en voz alta: “Los huesos de los hombres antiguos
servirán, un nuevo mundo podemos crear”, pero una vez más fue ignorado. Cuando
aceptó que nadie le seguiría, el dios de la Sabiduría decidió tomar en sus
manos la labor. Agradeció la poca atención y se dispuso para iniciar el viaje.
Él
y todos los demás dioses sabían la magnitud de la hazaña, más de tres veces se
ha intentado crear al hombre y en cada una algo les puso fin, volviendo un
desperdicio todo el trabajo invertido. Antes de partir se acercó a él el
poderoso Colibrí Azul, el dios guerrero Huitzilopochtli.
─
Hermano, ─le dijo─ noble y dura es tu labor. No puedo ayudarte ni acompañarte
porque mi poder es la destrucción. El camino será complicado, riesgoso y
peligroso, para defenderte toma mi maquiahuitl con la que defendí a mi madre y
con la que ajusticié a mi hermana y a mis 200 hermanos. Su poder, mi poder, te
apoyará y te defenderá. ─ El arma poderosa, la macana del dios de la guerra,
era de un azul profundo como el cielo y como el mar, pero tan liviana y ligera
en peso como para ser cargada por un colibrí.
─
Hermano mío, tu gesto y tu ayuda serán para mi más grandes que el sol ─ dijo
Quetzalcóatl ─. Agradezco tu apoyo en esta labor.
Luego
de decir estas palabras, la Serpiente Emplumada arrancó de su cuerpo una de sus
plumas hermosas y la dio en agradecimiento al señor Huitzilopochtli, aquel gesto
marcaría en su cuerpo una herida dolorosa y dejaría una marca permanente, pero
lo hacía sin dudarlo sabiendo que la pluma perduraría por siempre como gesto
por la ayuda.
Justo
antes de partir, Quetzalcóatl recibió a su hermano jaguar, el Espejo Humeante,
Tezcatlipoca, el dios de la Noche y la Oscuridad.
─Hermano
mío, grande es tu labor. Honra y valor te esperan si consigues la victoria.
Pero hay peligros que en el lugar de los muertos te acecharán. Mis pies y mis
caminos incontables veces me han llevado a ese lugar. No puedo acompañarte pues
mi pacto con la muerte es uno y eterno, pero toma y lleva contigo esto para
protegerte en tu andar: un espejo, mi espejo, grande y reflejante, mi espejo
humeante. Úsalo como escudo en el Mictlán. ─ El dios de la Sabiduría agradeció
a su hermano el apoyo, y mientras le daba una de sus plumas le decía: ─Hermano
Jaguar, tú y yo creamos este mundo por voluntad del dios del Cerca y del Junto,
Ometeotl, Nuestro Padre y Madre. En ese día tú ofreciste tu pie en sacrificio
en lugar mío para que pudiéramos someter al lagarto primigenio y darle muerte.
Tu apoyo una vez más me servirá de gran ayuda en esta empresa.
El
dios de la Sabiduría inició su viaje llevando consigo la poderosa macana de
Huitzilopochtli y el indestructible espejo de Tezcatlipoca. Anduvo un tramo
pero fue detenido en el camino. ─Gran Señor de la Sabiduría, sé de su empresa y
es mi gusto poder ayudarle en ella ─ le dijo con reverencia Tláloc, el dios de
la Lluvia. ─A la tierra a donde va las nubes no pueden llegar, el agua no
fluye, sólo hay frío y sequedad. Tome consigo mi jarra, de ella podrá beber sin
que jamás se vacíe. En aquel lugar de sombras se cuerpo se podrá refrescar.
Quetzalcóatl
tomó la pequeña jarra que se vaciaba de un trago, pero que nunca se secaba.
Agradecido, ofreció una pluma al sencillo dios de la Lluvia y le agradeció por
su ayuda: ─Hermano mío, tu lluvia refrescante me mantendrá firme en la hora más
angustiosa, te agradezco grandemente tu apoyo.
Luego
de eso, la Serpiente Emplumada caminó hasta el foso desde el que se llega al
reino de la muerte. La fría oscuridad sería su más grande enemiga en aquel
lugar, pero listo, decidido y presto, avanzó el primer paso hasta que fue
detenido por alguien más.
─Noble
Serpiente Emplumada─ dijo Tonatiuh, el dios del Sol ─, Mi enemiga eterna es la
oscuridad, siempre deseosa de apoderarse de lo que yo protejo con mi luz. Mucho
gusto siento cuando mi brillo se refleja en tu brillante plumaje. Mucha
tristeza me causa que no lo vea más. Allá, donde mi luz no llega, tú podrás
ver con la luz de esta, mi piedra. Tanto tiempo la cargo conmigo, tanto tiempo
se baña con mi luz que ella sola brilla ya por sí misma. Tómala contigo,
ilumina tu andar. Lleva a buen fin tu plan─. El sabio dios de las plumas bellas
sonrió y ofreció al sol una de sus plumas. ─Tú siempre junto a mí has estado,
Luz del Sol, es para mí un alivio que conmigo pueda llevar tu luz. Eternamente
agradecido contigo estaré.
Así
fue como aquel día, Quetzalcóatl se preparó para bajar al Mictlán llevando
consigo la maza de Huitzilopochtli, el escudo de Tezcatlipoca, la jarra de
barro de Tláloc y la piedra brillante de Tonatiuh. Durante el viaje con la
maza derribó a demonios que
eran bestias enormes y poderosas; con el escudo protegió su cuerpo de los
ataques de los cazadores del Mictlán; con la jarra bebió cuando más lo
necesitó y con la Piedra del Sol su senderó iluminó. Pero luego de toda esa
lucha, luego de enfrentarse al mismo Mictlantecuhtli, señor de las tierras de
los muertos, su energía y su poder disminuyeron y ahora sólo quedaba de él un
despojó de lo que fue en otra época, una piltrafa del dios brillante y hermoso.
Ahora, bien podría ser considerado un mendigo.
Al
verlo en ese estado, con aquel semblante indigno de él, el nahualli una vez más
le cuestionó sobre su pensamiento:
─Sabio
Señor─ dijo casi como un suspiro el fiel siervo─ ¿Acaso vale la pena tal
sacrificio? ¿Tan valiosa es para usted la obra de crear un nuevo hombre que se
humilla y se desprende de toda su majestad? ¿Qué será este nuevo ser que usted
ve como primordial la vida de aquél antes que la suya?
El
noble nahualli habló sin pensar, su intención fue consolar, pero para la
Ser-piente Emplumada aquellas palabras fueron como una lluvia de hojas de
pedernal.
─Buen
amigo, escucho tus palabras. Pero me niego a hacerlas mías pues mi pesar me
tienta a desistir de mi campaña. Este hombre será mejor que los demás porque
llevará algo de mí, algo de un dios en él. Tendrá consciencia y libertad en su
actuar, tendrá la voluntad para hacer todo lo que se proponga, creará grandes y
magníficas obras, dignas de él, al nivel necesario para honrar a los dioses.
Su rostro será único y distinguible. Podrá pensar y juzgar, pero sobre todo
amar como nosotros. Poseerá una mente infinita para que pueda guardar en ella
toda su experiencia de la vida.
El
rostro de la Serpiente brillaba mientras observaba el futuro de la humanidad,
la grandeza para la que la creaba, el potencial, pero al poco rato su rostro
cambió y mostró un semblante de molestia y decepción. Miró los huesos pequeños
en sus manos.
─Sin
embargo ─continuó diciendo─, mucho me temo que el regalo de su libertad será
el precio de su infelicidad. Me esforzaré por darle un rostro bueno, noble y
digno pero su voluntad los llevará a renunciar a él por querer uno que no les
corresponde. Juzgará como nosotros, pero también justificará toda su maldad, y
más allá de justificarla, a muchos no les importará si su vida es buena y
digna. Vivirán actuando según el mal. Sus obras tan grandes y magníficas
también serán obras de destrucción y corrupción. Su felicidad la someterán a
objetos que no son esenciales y toda su existencia girará alrededor de
poseerlos. Su potencial los hará fríos, irrespetuosos del acto sublime de la
vida, y entre su ceguera de poder y conocimiento nos rechazarán, nos olvidarán
y forjarán para ellos nuevos dioses, dioses que no los harán felices, dioses
que no los dejarán satisfechos. Podrán amar profundamente, pero también odiar
profundamente. Al final se juzgarán como dueños de todo pero no se harán
responsables de la realidad de la que se adueñarán.
El
pequeño nahualli guardó silencio ante tal narración. Cuando vio oportuno
hablar, habló. ─Suena a que no será algo por lo que un dios se deba
sacrificar. Suena más
bien a algo que se debe evitar. Detenga, gran Señor, su labor y volvamos a su
elevada posición con sus hermanos y hermanas.
Quetzalcóatl
siguió viendo y previendo lo que su creación haría. Sintió temor y deseo de no
continuar.
─Volvamos
ya por el camino de atrás ─dijo ansioso el nahualli─, salgamos ahora antes de
que los cazadores se den festín con nosotros.
El
dios de la Sabiduría permaneció en silencio. Inmóvil. Pensando, previendo.
Cuando terminó se enderezó y contempló el lugar.
─Nada
de esto será en vano, fiel nahualli ─dijo finalmente la Serpiente Emplumada
con decisión─. No es justo que se juzgue a alguien por algo que no ha cometido,
tampoco es correcto prejuzgar que el hombre actuará mal. Es el riesgo de la
libertad, pero un riesgo que vale la pena tomar. Yo no los voy a crear para el
mal, pero algunos podrán elegirlo en vez del bien. Unos odiarán con ira pero
otros amarán con mucha intensidad y entrega. Unos destruirán con violencia pero
otros construirán con amabilidad. Y aunque sus rostros se alejen de nosotros
seguirán viviendo para aquello por lo que serán creados: ser feliz. Tal vez no
sean todos, tal vez sólo sea uno, pero por ese vale la pena tratar. Si se
alejan de nosotros, nosotros nos alejaremos de ellos y no habrá necesidad de destruirlos
si todo sale mal, no habrá jaguares, terremotos o grandes inundaciones. Esta
vez serán ellos mismos los que se destruyan si acallan su consciencia. Por tal
motivo, aunque el hombre sea como nosotros, no permitiré que viva eternamente
como nosotros.
─Mi
gran Señor…─trató de agregar el siervo.
─Así
se hará, nahualli. Ahora es el tiempo. Crearé al hombre sin juzgar.
Quetzalcóatl
tomó la punta del arma y con ella se hirió bañando los huesos con su sangre.
Mientras ésta caía, el futuro comenzaba a cambiar, el sacrificio estaba hecho.
Quetzalcóatl había dado mucho para que el hombre tuviera vida. Pero, a pesar
del gran trabajo, optó por cuidarlos y guiarlos personalmente cuando llegara el
momento. Y cuando todo lo que fuera necesario aprender por el hombre fuera
enseñado, sería su turno de conservar el regalo de la vida.
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